83/2016
SI HAS DECIDIDO DEDICARTE
A ESCRIBIR…
La palabra justa
Escribir es crear. Y crear es la expresión suprema del arte.
Estas dos afirmaciones me llevan a una tercera: si escribir es crear, y crear es la expresión suprema del arte, escribir es
un aprendizaje perpetuo. Porque la expresión artística, que tras
recorrer un camino más o menos penoso, culmina en una obra determinada, es siempre
inestable, vacilante e invariablemente casual.
La causalidad está en nuestro paisaje externo, pero también
en nuestro paisaje emocional.
Pensad, si no, en cómo nuestra forma de expresión va
cambiando con el tiempo y con las circunstancias que nos rodean; cómo lo que
creamos ayer, hoy nos parece distinto. Mejor o peor, pero distinto. Y no sólo esta
diferencia responde a distintos estados de ánimo (lo emocional), sino que
existe un elemento exponencialmente inmutable, una constante expansiva que no
puede ser ignorada por quienes aspiren a conseguir realizar su particular obra maestra,
su obra de arte.
Me refiero a LA TÉCNICA.
Muchos de quienes por primera vez rellenan un folio,
contando una historia o escribiendo un poema, se creen escritores. ¡Falsa
creencia!
Eso es lo mismo que confundir el tener una buena voz con
creer que eso es suficiente para interpretar a Violetta Valery o a Alfredo
Germont, en la ópera la Traviata.
Nada que signifique “arte” está exento de técnica ni puede
prescindir de ella.
Bien es cierto
que la técnica, por sí misma, no puede suplir la “materia prima” que es el
tener cualidades (aptitud) para determinada función, como el escultor consumado
no puede prescindir de la materia en la que esculpir su obra.
Y llegados
aquí, si hemos decidido dedicarnos a escribir, es de suponer que hemos
comprobado previamente nuestra aptitud, ese poseer unas ciertas condiciones naturales
para el oficio elegido. Pero la cuestión hay que formularla así:
¿Tenemos técnica?
Técnica en
literatura no significa el dominio de un determinado género, sino unos
conocimientos básicos imprescindibles como son el dominio de la gramática en
cada una de sus partes esenciales: prosodia, ortografía, morfología y sintaxis.
Recursos básicos que pueden perfeccionarse
pero no excluirse
Que nadie espere ganar un premio literario, o que un editor siga
leyendo –y mucho menos que publique- una obra plagada de faltas de ortografía,
construida en forma tan confusa que el discurso se preste a interpretaciones
equívocas o que “chirríe” la lectura en el cerebro advirtiendo de que estamos
ante una buena historia contada con expresiones insoportables y con una técnica
lastimosa.
Durante el proceso de
creación del libro <SIERRA MÁGINA, Territorio Literario> tendremos
que someter nuestros textos a la supervisión del Equipo de Revisión para conseguir una obra de calidad, en la que lo
literario no desdiga de la riqueza antropológica que nos proponemos transferir.
No se trata sólo de “contarnos” a nosotros y a lo nuestro, sino de hacerlo
además con la belleza propia de la buena literatura.
Por eso, y a manera de minitaller literario, iremos aportando DOCUMENTACIÓN
ESTRUCTURAL, sugerencias que nos ayudarán a mejorar nuestro trabajo y a
dignificar el trabajo de nuestros compañeros de viaje.
Hablaremos a menudo, entre otras cosas, de las molestas “CACOFONÍAS”,
y las señalaremos sobre los textos recibidos.
Para ir adelantando información sobre ese concepto, hoy nos
ocuparemos de lo que para Flaubert
fue esencia vital de su producción literaria: “le mot juste”. La palabra justa.
Para este
maestro de las letras, resultaba imprescindible “limpiar” cualquier texto de
todo aquello que “estorbara” la lectura. ¿Y qué mayor estorbo que la llamada “cacofonía” que no es otra cosa que la ausencia de
armonía en un escrito, ya sea por monotonía, por reiteración o repetición de
palabras contiguas, sin olvidarnos de las disonancias manifiestas?
Aunque no lo creamos, la lectura
silenciosa no está exenta de la percepción musical y la detección de asonancias
por parte del lector.
Veamos una
exageración cacofónica:
“Todabía
había sangría a medio día”.
Esa repetición
del sonido “ía” desespera al lector de tal forma que acaba por abandonar la
lectura por muy apasionante que sea el trasfondo de la historia.
¿Qué cómo lo resolvió Flaubert?
Él hablaba –y practicó
hasta el agotamiento, de ahí el alargamiento temporal de la conclusión de sus
obras- la
prueba del “gueuloir” o del oído, consistente en leer
en voz alta cualquier cosa que escribiera.
Escribid,
sí. Pero leed en voz alta cualquier escrito vuestro.
Os asombraréis.
Mientras tanto,
investigad aquí:
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